El Intermedio

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¿De qué habla Magritte en Los Amantes? Estuve buscando y creo que puede haber una historia.


Memory does not
hold it’s shape. Blurring
occurs. Always tricky
getting the light
right & how
much of the
initial energy signature
of love can be
retained? Things
change, return as
indifferent faces
in different
settings. What lasts
is how the lovers
shared a space, not
how they looked
at one another.

Mark Young, The lovers
From Series Magritte



No se parece en nada a la vida. De hecho, creo que me recuerda el vacío previo a la muerte. Es como una serie de bombardeos que se escuchan lejos en algún país árabe en guerra o en alguna película bélica. Por mera biología elemental, uno lo siente musculoso, es un bombardeo que viene de la misma fuente: de un tanque, un tanque musculoso y que no conoce la piedad; pero, si logras estar adentro, tienes el control. Desde adentro es vulnerable y dócil. Durante esos treinta segundos o un minuto, que la bomba explota, es la manera en la que el centro proclama el fin de la transición. Pero me estoy adelantando a los hechos.

Volviendo al centro, a la fuente, vemos esa maquinita cónica que diseccionan en los laboratorios. Todos tenemos nuestra propia bomba, nuestro detonante implosivo, pero los libros insisten en que todos tenemos la misma. Tal vez tengan razón, pero yo creo que no.

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La conocí cuando tenía catorce o quince años. La perdí un año antes. Cuando la vi por primera vez, algo en mí la hizo mi musa, y el resto de mí juraba que era un fantôma de la vida real. Tal y como si la imagen de la novela de Allain y Souvestre no fuera un reflejo, sino una realidad. Qué gracioso me pareció siempre que ella estudiara modernismo en la posguerra, pues, desde que la vi, supe que era el napalm de mi centro.
A ella le gustaba la fotografía conceptual, a mí me gustaba lo bizarro (que podemos llamar también conceptual si se quiere). Era inevitable no enamorarme.

En ese entonces yo no sabía nada de El Estado Intermedio, siempre fui un hombre a blanco y negro: o realidad pura, o fantasía total. Personalmente, me inclino más hacia el misterio total. En fin, antes de hacerla mi musa, antes de siquiera saber que resucitaría en mi esposa me dije “a la mierda” y dejé todo por el arte. Hubiera querido que Ovidio pudiera aconsejarme en esa época, porque yo no sabía que amar era un arte, solo sabía que para hacer arte hay que amar. Sólo un año y la dejé.

Parte de ese “a la mierda” me persiguió hasta la Academia. Las Bellas Artes tienen tanta técnica, tanta necesidad de ser amaestradas, que entonces me dije “a la mierda”, a la mierda con la sociedad: el consenso es una imagen, es un reflector que viene de la masa. A la mierda con la regla, con lo que quieren ser, yo les voy a mostrar lo que están siendo.

Ahora, cómo la perdí, eso es otra historia. Nunca me gustó hablar de mi pasado, detesto mi pasado y el de cualquiera. Detesto la resignación, la paciencia, el heroísmo profesional y los bellos sentimientos obligatorios. También detesto las artes decorativas, el folklore, la publicidad, las voces que hacen anuncios, el aerodinamismo, los boy scouts, el olor a naftalina, los acontecimientos del momento, y la gente borracha. Pero claro, llega esta mujer guerrera contemporánea y me manda todo a la mierda. ¿Qué carajos es una wallpaper artist en todo caso? Maldigo El Intermedio, incomprensible e inconmesurable. Igual, yo podía ser muy niño cuando la perdí, pero sabía que ella iba a volver, solo que no así, no un año después. El Bardo, como el amor, está lleno de paradojas, de surrealismo.
Antes de perderla, era modista. Como cuando volví a conocerla, su apellido no era Magritte, era Bertinchamps. Ella sabía mucho más que yo sobre El Intermedio, el Bardo, sabía demasiado para estar viva. Para ser justos, estaba medio muerta por dentro, alucinaba constantemente y su consciencia parecía desconectada. Creo que por eso Léopold la encerró en el dormitorio, quería impedir su liberación. Dice la detestable leyenda que un día ella simplemente huyó, se desapareció por varios días. Yo no entendía, yo la amaba y ella lo sabía, ¿Por qué me había dejado? Yo tenía trece o catorce años, creo.
Léopold y yo encontramos huellas semi ovaladas pero sin la suficiente densidad como para provenir de algún animal que hubiera ido hacia el río a beber agua. Léopold recordó que antes de irse, su depresión no la dejaba ni siquiera bañarse, entonces se la pasaba todos los días en su pijama y sus pantuflas. Decidimos entonces seguir las huellas: Léopold con la esperanza más alta que nunca, y yo, que había visto como la vida se le escapaba por esa pijama, cómo se le salía del cuerpo, sabía que se había ido.

Llegamos al río. El espectro leve de la luna rebotaba sin mucho éxito en el agua consumida por la oscuridad, y entonces la vimos: sobre el agua, flotando, pudimos alcanzar a observar que una de las piedras se movía. En otras circunstancias, hubiera sido alguna escena fantástica que Gabriel García Márquez hubiera puesto en uno de sus libros. De allí sacamos la piedra maciza sin vida, su prisión, el cuerpo con la cara cubierta por esa maldita pijama de color napalm vino tinto y color carne. Esa maldita camisilla de manga sisa, la prisión de su expresión final, de su imagen en el quinto Bardo. Luego de eso fui “el hijo de la muerta”, pero tengo que admitir que me produjo orgullo ser el centro de atención.
Después de su muerte dejé de recordar todo lo que tuve con ella. Lo único que recuerdo, hasta hoy, es ese orgullo. El resto de las imágenes se las llevó esa camisilla cubriendo su cara, hasta que Léopold decidió mudarnos a Charleroi un año después.

Cuando la encontré, todo fue confuso e irrelevante. Ella, montada en un carrusel de la feria del pueblo parecía proveniente de algún sueño de película de terror mío, protagonizado por el Fantôma. Pero, ¿Qué adolescente no sueña con mandar todo a la mierda? Eso fue precisamente lo que le dije a Léopold. Me largué a amar el arte y no volver.

Pero ella me siguió.


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Era una tarde calurosa en Bruselas, así que decidí ir al jardín botánico en busca de alguna inspiración con más color. ¿A quién no le gustaría algo de color en medio de esta guerra? Caminando por los pasillos hechos de hierba limón, sintiendo las flores, muchas en grupos distintos pero viviendo juntas, riéndose de nosotros, los alienados, los bélicos reprimidos. Era una extraña armonía, algo plácido y casi divino. Era como volver al campo, cuando sientes que ni el tiempo ni el espacio existen, solo existe lo que puedes palpar, sentir. Todo lo que está en la mente desaparece.

Y entonces la vi.
Fue surreal.



El Sidpa Bardo.

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En medio del colorido y la esperanza ella me encontró, solo que ahora no tenía miedo. La llamé (¡Aún recordaba su nombre!) y ella sonrió. Luego le pregunté si recordaba aquél día en el carrusel y ella asintió. Entonces la invité a un café, hablamos de sus inclinaciones artísticas que yo odiaba profundamente, pero que luego terminé por aceptar como la mejor forma de poner comida en la mesa si quieres seguir pintando. Recorrimos el inmenso jardín y por un momento olvidé la guerra, el paisaje post-apocalíptico que viví en ese río. ¡Todos tenemos tantas ansias de amar, y tan poco tiempo! Ahora es que me doy cuenta que El Intermedio es un hijo de puta, hace lo que le da la gana con la gente que busca desesperadamente el amor, así no lo conozca, como un niño perdido sin quién lo quiera. Busca algo que se asemeje a esa imagen, a ese espectro social de lo que es el amor. Pero eso está regido por la circunstancialidad, y El Intermedio es el amo de la circunstancialidad.

Ya entrada la medianoche, el reflejo de la luna en las nubes me recordaba aquella noche en el río, esa luz un tanto débil, cuando aún no te deja ver nada, pero inminente e implacable, y su reflejo en esa camisilla, la culpable de mi olvido, de mi imposibilidad de recordar. Acababa de re-conocer a esta mujer, a esta extraña y ya la amaba, quería darle todo el amor que no había podido dar en ese preciso balcón, el último lugar de intimidad en el restaurante del jardín, atestado de gente, gente desconocida y que fluía por el salón casi como por estímulo autómata. Y estábamos nosotros, solos, ahí en ese lugar atestado, unos completos desconocidos, alienados con ese automatismo.

Y entonces la besé.

Ahí, en esos treinta segundos, un minuto máximo, el centro detonó en diástole, preparado para recibirla, rebotando contra las paredes del cuarto torácico y destruyendo toda realidad. Éramos desconocidos, anónimos que perduraban en el espacio, y por eso no habían imágenes, porque eso se perdía en el recuerdo. Extraños compartiendo la irrompible sensación del amor, esa que no necesita caras pero que todos identifican.

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